martes, 26 de junio de 2012

Cantares del regreso, Vol. 7

El relato de Jorrvaskr

Cuando por fin se había recuperado el legítimo derecho a Saarthal y se había expulsado a los elfos oscuros de vuelta a sus altivas ciudades, el gran Ysgramor se giró y pronunció el temible grito de guerra que aún retumba a lo largo y ancho de los océanos. Los Quinientos que aún sobrevivían se unieron a la ovación de la victoria y al lamento por sus compañeros caídos. Se dice que aquel grito se oyó en las lejanas y escalofriantes costas verdes de Atmora, y que los más ancianos supieron que había llegado la hora de cruzar los mares.

Cuando el eco se desvaneció y se impuso el silencio, todos volvieron la vista a Ysgramor, que portaba la bendecida Wuuthrad para su próximo mandato. Desde lo más profundo de su ser bramó la furia de la humanidad y los conminó a continuar su marcha, para que los infames mer conocieran el terror que había provocado con sus argucias.

"Marchad", rugió. "A las entrañas de esta nueva tierra. Expulsad a los miserables de sus palacios de haraganería. Obligados a trabajar y sufrir, que comprueben que la traición es el pecado capital de nuestra especie. No les deis cuartel. No mostréis piedad. Ya que ellos tampoco lo harían". Nuestro gran antepasado dio esta orden porque aún no había comprendido la profecía de las serpientes gemelas, condenadas a morir antes de presenciar el auténtico destino de su linaje.

Al oír esto, el círculo de capitanes reunió a sus respectivas tripulaciones. A partir de ahora, decretaron, avanzaremos. Que cada barco busque su camino y su destino a cielo abierto. Pasaron la noche con festejos, se volvió a pronunciar el juramento de los Compañeros con cada uno de los Quinientos, para así pronunciar sus nombres en honor a los escudos quebrados en Saarthal, y juraron servir como hermanos y hermanas de escudo a cualquier miembro del linaje atmorano cuando sus destinos se volvieran a juntar.

Cuando el manto rojo del amanecer apareció por el este, los Quinientos Compañeros de Ysgramor iniciaron su viaje, surcando el territorio con olas de piedra y cresta de árboles bajo los cascos de sus pies.

La primera en separarse de la flota de tierra fue la tripulación del Jorrvaskr, formada por los amigos más íntimos de Ysgramor. Su capitán recibía el sobrenombre de Jeek del Río, llamado asó por el mismísimo heraldo por su glorioso pasado. Cuando construyó su reluciente buque buscó la mano de obra de Menro y Manwe, que ahora se dedican a trabajar la madera de su nueva tierra, Tamriel. Entre los más feroces se encuentra Tysnal (El nombrado dos veces) y Terr, su gemelo y hermano de escudo a quien nunca se debe mencionar su cintura. En el grupo había otros... Meksim el Caminante, Brunl (el que luchó sin una mano) y Yust el Sonriente. Estos y muchos otros habían hecho su juramento a Jeek y avanzaron hacia las sombras donde los rayos de sol jamás habían llegado.

Al sur marcharon, a pie y a lomos de bestias. Encontraron elfos y creyeron que no quedaba nadie para contar lo que aquellas batallas significaban. Los miembros del Jorrvaskr nunca titubeaban, pues astutos era en combate y sus mentes tan peligrosas como sus espadas.

En una ocasión cuando el sol azotaba desde su cénit, Jonder el minúsculo, el que iba más adelantado, descendió de la colina para contar lo que había visto. Entre una inmensa llanura, sus ojos habían atisbado la estatua de un pájaro con ojos y pico abierto en llamas. Cuando sus hermanos y hermanas coronaron la montaña, ellos también presenciaron la gloria, pero tuvieron miedo, ya que no se veía asentamiento elfo alguno en el horizonte.

"Pero esto no es apropiado", dijo Kluwe, que pasaba por Loate si ocultaba el rostro. "¿acaso esta tierra no es apta para el cultivo? ¿Por qué los elfos, viles hasta la médula, no quieren domarla y explotarla?" Preguntaron a sus prisioneros elfos, pues tenían varios, por qué no les gustaba esa tierra. Pero los prisioneros que aún conservaban la lengua no pudieron decir nada del valle. Observaron con miedo al coloso alado, y entre balbuceos, los guerreros del Jorrvaskr supieron que era más antiguo que los mismísimos elfos. De aquellos que la esculpieron en su piedra original nada se sabía, pero sí era obvio que dominaban una magia tan antigua como el mismísimo Nirn, y que dejaron la huella de la intención de los dioses de crear un paraíso en Mundus antes del desmembramiento de Lorkhan.

La tripulación del Jorrvaskr, la primera de muchas, paganos y antepasados de todos nosotros, no temía ni a cuentos ni a dioses. De hecho, si había algo que los elfos temían, se lo quedariían para ellos. Y así pues comenzaron las labores, una vez más, de Menro y Manwe, cuyas dispuestas manos trabajaron de nuevo la madera atmorana sobre la que había cruzado los mares, y lo que fue su barco se convirtió en su refugio, ya que este valle se convirtió en su dominio hasta el fin de sus días.

Y así comenzó la construcción de la Gran Ciudad, rodeada por el curso del río Blanco, como manifiestan aquellos súbditos de Ysgramor, mas solo veintidós de los gloriosos Quinientos Compañeros.

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