martes, 26 de junio de 2012

Cantares del regreso, Vol. 2

El primer relato del Darumzu

Nuestro gran señor Ysgramor, el heraldo de todos nosotros, envió a sus dos amados hijos, que junto con él fueron los únicos supervivientes a las atrocidades de Saarthal, en busca de valientes guerreros por todo el territorio para organizar el glorioso regreso.

Se llamaban Yngol e Ylgar, y eran conocidos entre los de Atmora como grandes guerreros, con brillantes ojos y brillante porvenir. Ylgol, el mayor, era un valiente estratega que aplicaba su conocimiento en el campo de batalla de forma que sus enemigos caían destrozados antes incluso de darse cuenta de que la batalla había comenzado. Ylgar, el más joven, tenía un espíritu inquebrantable, que le llevó a alcanzar grandes hazañas en combate. Juntos, cerebro y brazo ejecutor, podían destruir a cualquier enemigo que se interpusiera en su camino.

Antes de separarse para unirse a su tripulación, ambos se agarraron de brazos y cuello según la antigua costumbre y brindaron por las historias que aún acontecerían.

El joven Ylgar se dirigió entonces a los inmensos astilleros de Jylkurfyk, al sur, y se apoderó de dos barcos, uno para él y otro para su hermano. Él comandaría el Darumzu y su hermano el Kalakk, que llevaban los nombre de las dos estrellas más importante del cielo. El ánimo de los fabricantes de barcos estaba enardecido por las historias de elfos salvajes de Ysgramor, y se pusieron manos a la obra para construir una flota digna de su noble tierra natal.

Todo estaba dispuesto. Ylgar partió hacia las academias de soldados honorables, en busca de sus más fieles amigos y consejeros para incorporarlos a la aventura del regreso. A estas alturas, las historia de la nueva tierra del sur le precedían, y solo con aparecer provocaba que los más valientes guerreros abandonaran sus empresas y se unieran a él.

Así, pudo unir a su causa a las magníficas hermanas de escudo, Froa y Grosta, que hablaban y pensaban como un solo ser, acompañadas de la sabia maestra de la guerra Adrimk, que les había enseñado a bailar entre espadas. Ella, a cambio, reunió a todos los alumnos bajo su tutela, con nombre aún desconocidos, pero que un día serían famosos: Hermeskr (El que arrojó su escudo), Urlach (El que escupía fuego), Ramth el Magnífico, Merkyllian Ramth y el clarividente Uche, que vería el primero de muchos amaneceres.

El día del tránsito final, cuando la inmensa floto vería por última vez los lejanos y verdes veranos de Atmora, los hermanos acudieron a la llamada de su padre y se unieron a los Quinientos que con entusiasmo avanzarían hacia Tamriel. Ylgar vio cómo su inteligente hermano sonreía desde la lejanía, entre las olas, y se gritaron uno a otro anhelando el día en que sus tripulaciones se unirían para derrotar a los traicioneros elfos y así reclamar sus legítimos derechos.

Pero los designios de Kyne no deben ser tomados a la ligera, y a pesar de que bendijo a los vientos para llevar a los bravos marinos a su destino, también sus imponentes lágrimas cayeron para condenarlo. Cuando la Tormenta de la Secesión estalló, el joven Ylgar no sintió temor, porque su tripulación era fuerte y capaz, y su nave tirado por el cabo del destino.

Cuando los cielos se despejaron e Ylgar pudo de nuevo atisbar su pasado y su futuro hogar, supo al bajar que el barco de su hermano no estaba a la vista. El Darumzu avanzó tarde sobre la costa e Ylgar acudió a su padre en busca de noticias de su hermano. El gran Ylgramor, heraldo de todos nosotros, lloró por su hijo perdido y buscó consuelo en los brazos de su única alegría. Los tripulantes del Harakk se convirtieron en los primeros muertos de los Quinientos, e Ylgar, enfuerecido por el amorque sentía hacia su hermano, pronto convertiría a su tripulación en los más nobles y honorables integrantes de los Compañeros.

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